Melisa… pronunció su nombre
solemne. ¿Sabría ella el significado de su nombre? Demás que sí. Poco a poco le
dio la vuelta y le susurró en su oído:
—Quiero saber si le haces
justicia a tu nombre —y con lentitud deliberada bajó sus labios, pero ella en
un gesto reflejo le cicateó la boca y eso despertó un anheló en él que no pudo
soslayar. Le fijó la mandíbula con sus dedos y con la otra mano apresó la
cintura y la besó.
Fue un beso largo y profundo.
Con el ánimo desbocado introdujo su lengua y recorrió los rincones de su boca,
explorando y adueñándose de todo lo que descubría e incapaz de disminuir el
arrebato que lo subyugaba. Fue como empaparse del agua de la playa en la que
habían estado en la tarde: agradable, tibia, tropical. Sus sabias embestidas no
le daban tregua. Gabriel deseaba morder, saborear, quedarse en su boca para
siempre. “¡Qué suave es!” pensaba en medio del frenesí “Si, es la boca más
dulce que he besado”. Se perdió totalmente en ese beso. Su sabor e intensidad
lo tenía en llamas. Apenas podía respirar. Por primera vez en muchos años,
sentía las rodillas débiles ante una mujer.
Cuando finalizó el beso, le
sonrió.
—Sí, Melisa, le haces
justicia a tu nombre. Eres pura miel, suave y dulce. Podría besarte toda la
noche.